Mariano Gabín y Suñén, más conocido con el apodo de “Cucaracha” (era pequeño, muy moreno y siempre vestía de negro), fue el bandolero más conocido de Aragón. Entre 1870 y 1875 “reinó” en un basto “imperio” que incluía la comarca de Los Monegros y se extendía desde el río Cinca hasta el Gállego, de Este a Oeste, y, por el Norte, desde la Hoya y Somontano de Barbastro, hasta el Ebro, por el Sur.
“Cucaracha” se movía continuamente de un lugar a otro, evitando la presencia de la Guardia civil. Tuvo que cruzar a menudo los ríos por las numerosas barcas que comunicaban las márgenes de los tres ríos más caudalosos de Aragón. Se cuentan muchas anécdotas.
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Habitualmente, los barqueros eran confidentes del bandolero y le ayudaban; uno de ellos fue el barquero de Albalate de Cinca. Pero también tuvo algún encontronazo con otros barqueros. Es el caso que traemos en el siguiente texto de A. Riera, con el título de “Cucaracha”, publicado en 1903 en la revista ilustrada Pluma y lápiz, editada en Barcelona.
“Se habla de bandidos, conversación que no es muy agradable ni tranquilizadora cuando se sostiene andando por campo y valles, pero que resulta entretenida e interesante después de haber comido y bebido en un buen restaurant y fumado un habano mientras se cumple el trabajo de la digestión, cuando la sangre parece circular con más viveza y avivar el pensamiento.
-Me da ira la estupidez humana, decía López -un López cualquiera; -la ha dado todo el mundo por creer en la caballerosidad de los bandidos, y no hay quien se los figure unos caballeros andantes o poco menos.
-La leyenda es merecida por lo que toca a varios de ellos, replicó Fanjul, el antiguo jefe republicano, famoso por sus discursos del Parlamento.
-¡Hombre, tiene gracia! ¿Hasta tú?...
-Sí, hasta yo. A un bandido célebre, que murió de un modo desastroso, debo la vida, o cuando menos el ahorrarme una encerrona de larga duración.
-Cuenta, hombre, cuenta.
-La aventura no es extraordinaria, pero prueba lo que dije, que hay cándidos que valen más que su fama. ¿Recordáis el nombre de Cucaracha?
-Sí.
-Bueno, de él se trata. Anduve yo mezclado en la sublevación de Despeñaperros en 1869. Fuimos vencidos. Pude escapar; antes de huir de España quise pasar por mi casa, por Aragón. Un día me avisó el secretario del pueblo que acudía la guardia civil, que me andaba buscando. Tres días después había elecciones en Zaragoza; decidí jugar el todo por el todo y presentarme diputado en vez de huir a Francia. Pero era preciso, ante todo, escapar de los que me perseguían.
.Había dado la media noche cuando salí de mi pueblo a caballo para Pina. Había que pasar el río, pero había barca. Es de advertir que en mi comarca me conocen hasta los perros. Aguijé el caballo y al amanecer llegué junto a la barca. Poco antes de llegar a ella salió un hombre de un grupo de árboles. Iba embozado en una manta, cubierta la cabeza con un sombrero del que llevaba bajas las alas. Por debajo de la manta asomaba el cañón de un fusil cuya culata se marcaba junto al hombro.
Se adelantó a mi encuentro y me saludó.
-¿Va usted a pasar el río? -preguntó.
-Sí.
-Pues pasaré con usted.
-Bueno; voy a despertar al barquero.
Le llamó. Salió a los cinco minutos, malhumorado, mascullando maldiciones entre dientes, sin duda por haberle despertado tan temprano. Pero, era el mío, caso que no admitía dilación. De un momento a otro podían aparecer los civiles y yo estaba condenado a muerte.
-Ea, pásame pronto, -dije.
-Poco a poco, señor Fanjul, -replicó el pillastre con sonrisa de mal agüero, insolente y burlona a un tiempo.
-¿Sabe usted cuánto vale hoy pasar el río?
-No sé.
-Le costará cien duros-. Comprendí la pillada. El maldito sabía que huía. Busqué un arma. No tenía ninguna. Era aquel bandido el más fuerte. Si se empeñaba en no pasarme estaba perdido. Capitulé.
-No tengo los cien duros. Te daré todo el dinero que tengo.
No llevaba más que veinte o treinta pesetas. Se las ofrecí.
-No le paso.
Le di el reloj, que era de plata, la capa.
-No le paso si no vienen cien duros. Vaya a buscarlos.
No le podía dar el caballo porque le necesitaba para huir más aprisa. Volver atrás era imposible. Me cegó la ira. Iba a saltar del caballo, cuando el hombre de la manta, que presenciara aquella escena sin decir una palabra, me detuvo con un ademán y avanzando hacia el barquero le preguntó.
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-Y por pasarme a mí, ¿cuánto quieres?
-El precio ordinario.
-No te daré nada. Y pasarás al señor Fanjul y me pasarás a mí y nos pasarás tirando de la soga con los dientes.
-¡Oh! ¡Oh! -hizo en tono de mofa el barquero.
Había amanecido. El que hablaba con tanta autoridad se desembozó con rápido ademán, de un revés de la mano levantó el ala del sombrero y empuñó la carabina.
-¿Me conoces? -dijo.
-¡Cucaracha! -exclamó el barquero con terror.
-En carne y huesos.
Temblando como un azogado entró el pasador en la barca. Subimos también nosotros. Iba a coger la soga con las manos el barquero.
-¡Con los dientes he dicho, canalla!
Relampaguearon los ojos del salteador. Obedeció el cobarde. Y con los dientes empezó a tirar de la soga. Era un espectáculo tan tremendo y repugnante a la vez, que no puedo recordarlo sin estremecerme. El miserable temblaba, tenía su cara una expresión como enloquecida; apretaba la cuerda con los dientes, como si mordiera a un enemigo haciendo presa y los ojos, horriblemente dilatados, miraban a Cucaracha. Éste, apoyado en su carabina, inmóvil como una estatua, sin que se estremeciera un solo músculo de su rostro bronceado, sin parpadear, con aquellos ojos que vieran tantas veces la muerte cara a cara, miraba al barquero.
Pasamos. Al saltar, Cucaracha hizo que el barquero me devolviese el dinero, reloj y capa. Di las gracias al salteador.
-Vaya usted tranquilo, -me dijo- ¡buena suerte!
Echo a andar mi caballo. Cucaracha dijo al barquero:
-Si vienen los civiles y nos delatas, te mato mañana.
Volví la cabeza. El bandolero se internaba con paso rápido por entre los árboles de la orilla.
En cuanto a mí, llegué a Zaragoza guiando un carro de trigo. Dos días después tenía el acta. ¿No os parece que la debía más que a los republicanos al pobre Cucaracha?
Se adelantó a mi encuentro y me saludó.
-¿Va usted a pasar el río? -preguntó.
-Sí.
-Pues pasaré con usted.
-Bueno; voy a despertar al barquero.
Le llamó. Salió a los cinco minutos, malhumorado, mascullando maldiciones entre dientes, sin duda por haberle despertado tan temprano. Pero, era el mío, caso que no admitía dilación. De un momento a otro podían aparecer los civiles y yo estaba condenado a muerte.
-Ea, pásame pronto, -dije.
-Poco a poco, señor Fanjul, -replicó el pillastre con sonrisa de mal agüero, insolente y burlona a un tiempo.
-¿Sabe usted cuánto vale hoy pasar el río?
-No sé.
-Le costará cien duros-. Comprendí la pillada. El maldito sabía que huía. Busqué un arma. No tenía ninguna. Era aquel bandido el más fuerte. Si se empeñaba en no pasarme estaba perdido. Capitulé.
-No tengo los cien duros. Te daré todo el dinero que tengo.
No llevaba más que veinte o treinta pesetas. Se las ofrecí.
-No le paso.
Le di el reloj, que era de plata, la capa.
-No le paso si no vienen cien duros. Vaya a buscarlos.
No le podía dar el caballo porque le necesitaba para huir más aprisa. Volver atrás era imposible. Me cegó la ira. Iba a saltar del caballo, cuando el hombre de la manta, que presenciara aquella escena sin decir una palabra, me detuvo con un ademán y avanzando hacia el barquero le preguntó.
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-Y por pasarme a mí, ¿cuánto quieres?
-El precio ordinario.
-No te daré nada. Y pasarás al señor Fanjul y me pasarás a mí y nos pasarás tirando de la soga con los dientes.
-¡Oh! ¡Oh! -hizo en tono de mofa el barquero.
Había amanecido. El que hablaba con tanta autoridad se desembozó con rápido ademán, de un revés de la mano levantó el ala del sombrero y empuñó la carabina.
-¿Me conoces? -dijo.
-¡Cucaracha! -exclamó el barquero con terror.
-En carne y huesos.
Temblando como un azogado entró el pasador en la barca. Subimos también nosotros. Iba a coger la soga con las manos el barquero.
-¡Con los dientes he dicho, canalla!
Relampaguearon los ojos del salteador. Obedeció el cobarde. Y con los dientes empezó a tirar de la soga. Era un espectáculo tan tremendo y repugnante a la vez, que no puedo recordarlo sin estremecerme. El miserable temblaba, tenía su cara una expresión como enloquecida; apretaba la cuerda con los dientes, como si mordiera a un enemigo haciendo presa y los ojos, horriblemente dilatados, miraban a Cucaracha. Éste, apoyado en su carabina, inmóvil como una estatua, sin que se estremeciera un solo músculo de su rostro bronceado, sin parpadear, con aquellos ojos que vieran tantas veces la muerte cara a cara, miraba al barquero.
Pasamos. Al saltar, Cucaracha hizo que el barquero me devolviese el dinero, reloj y capa. Di las gracias al salteador.
-Vaya usted tranquilo, -me dijo- ¡buena suerte!
Echo a andar mi caballo. Cucaracha dijo al barquero:
-Si vienen los civiles y nos delatas, te mato mañana.
Volví la cabeza. El bandolero se internaba con paso rápido por entre los árboles de la orilla.
En cuanto a mí, llegué a Zaragoza guiando un carro de trigo. Dos días después tenía el acta. ¿No os parece que la debía más que a los republicanos al pobre Cucaracha?
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