PERLAS DE HEMEROTECA
.Alcañiz posee numerosos encantos y así lo reflejan diversos artículos que hemos recopilado, publicados en la prensa nacional del siglo XIX y del XX. En esta ocasión sólo vamos a hacer referencia a parte del viaje que llevaba a Manuel Díaz de Arcaya a la capital bajoaragonesa, en 1903. Tiempo habrá para hablar de Alcañiz y retomar este amplio artículo, titulado "Alcañiz en Viernes Santo", que se publicó en la revista Hojas selectas.
Una copla lanzada al viento ha captado nuestra atención, el soplo del cierzo la llevó a Fuentes de Ebro.
Manuel Díaz de Arcaya se dirigía en tren desde Zaragoza a Alcañiz a pasar los días de la Semana Santa.
“(…) El día era espléndido, magnífico, con un cielo limpio y azul como suele presentarlo esta zona en Abril, que era el mes en que nos hallábamos.
Después de los preliminares consiguientes, me acomodé en un rinconcillo de un departamento de primera, llevando por compañeros de viaje á dos damas, un muchacho como de doce años y un caballero bien portado, de luenga y poblada barba blanca. El tren partió lamiendo la orilla izquierda del Ebro, cuya frondosísima ribera, esmaltada de flores, medio motivo para trabar conversación con mis compañeros de viaje (…).
En este momento entrábamos en la estación de Fuentes de Ebro. El paisaje se ofrecía a nuestra vista cada vez más vestido de verdor y más lozano. En los pocos momentos que el tren se detuvo en Fuentes, llegó a mis oídos una endecha llena de melancolía y sentimiento, que decía así:
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Un día salí de Fuentes
entre suspiros y enojos:
ahora cuando miro a Fuentes,
fuentes se vuelven mis ojos.
entre suspiros y enojos:
ahora cuando miro a Fuentes,
fuentes se vuelven mis ojos.
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La curiosidad me impulsó a la ventanilla, en busca del trovador que tales ¡ayes! cantaba, y lo vi guiando un carro de mulas por un camino próximo a la vía. Era un gallardo mancebo, que en aquel instante entonaba esta trova:
Lloró mi madre por mí...
Pero la maldita locomotora soltó tan oportunamente su penetrante silbido monótonos bufidos al ponerse en marcha, que ahogó la bien timbrada voz del mancebo, dando al traste con mi curiosidad por oír la conclusión del segundo cantar, que no debía de respirar menos poesía que el primero. Aquello me malhumoró algún tanto, por lo que en mi rincón, cerré los ojos y forjándome en la mente las desventuras amoríos del apuesto mancebo, crucé la estación de Pina, sin importarme un ardite sus famosos toros, y después las de Quinto y La Zaida, encontrándome en la de Azaila, en que moría entonces este ferrocarril, que en breve cruzará las minas de Gargallo para arrancar de sus entrañas inmensa riqueza de carbón mineral.
En Azaila me despedí de mis compañeros de viaje, que quedaban allí hasta el día siguiente; me acomodé en la diligencia, y a las once en punto partió ésta al compás de los alegres cascabeles de las muías y los gritos del mayoral de: ¡Zagala!, ¡Morena!, ¡Coronela! (…)”.
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