16/3/10

Pinseque es un “Pueblo feliz”, cuento de Eusebio Blasco

PERLAS DE HEMEROTECA


Eusebio Blasco
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Pocos textos, quizá ninguno, se han reproducido en el mismo medio (periódico o revista) tantas veces como el cuento titulado “Pueblo feliz”, que firmaba Eusebio Blasco en las páginas del periódico madrileño El Motín.

El prolífico escritor zaragozano muestra con absoluta inocencia una situación grotesca, que debió hacer mucha gracia a los editores del diario anticlerical radical El Motín, y que recogemos por la referencia que hace a Pinseque. Se publicó y republicó en 1901, 1913, 1917 y 1924.

Blasco fue colaborador habitual de este diario, dejando constancia, una vez más, de su vida asentada en la continua contradicción.

Eusebio Blasco y Soler (Zaragoza, 28-IV-1844 – Madrid, 25-II-1903), de familia aristócrata, colaboró en diversas revistas y diarios (La Fritada, Gil Blas, La Discusión, El Motín, Le Figaro…) En 1899 fundó la revista Vida Nueva. Sus Obras completas (artículos, narrativa, poesía, teatro…) se recopilaron en 27 volúmenes.

Mantuvo relación de amistad con personajes como Julián Gayarre o Gustavo Adolfo Bécquer.

Fue secretario del ministro de Gobernación, Nicolás María Rivero y cultivó amistades políticas con personajes como Juan Prim, Ruiz Zorrilla o Emilio Castelar.

En 1899 se presentó a las elecciones del Congreso en la candidatura socialista por Madrid, pero fue derrotado. El pisto, como señalaba alguna voz, de democracia católica y socialismo monárquico, debió indigestar a más de un votante, enemigo de las medias tintas, tanto en política, como en religión o como en todo.

Eusebio Blasco fue republicano y conservador; publicó libros como Los curas en camisa y luego se lamentaba de que no se enseñara religión en las escuelas oficiales de Francia. Esas contradicciones fueron una constante en su vida.
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Pueblo feliz
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¡Vaya una epidemia que había en el pueblo aquel año pasado!

Se morían «como agua» los vecinos. Y la tía Jacinta le escribió a su nieto que viniera de Pinseque al pueblo este de que me ocupo, por si moría también ella, que ya tenía ochenta años.

Y Urbano cogió la burra y en un par de días se plantó en la casa «abuelerna», como la llamaba él, y puede ser que estuviera bien llamada.

—¡Rediós, qué es esto! ¿Se mueren ustés u qué?—dijo al llegar.

—¡Ay hijo mío! Les ha entrao una zangarriana a tos nuestros parientes, que el fosero está que no pué con su alma. No hace más que enterrar gente; ¡ni comer le dejan! Amos ahora mismo a velar al tío Jeribeques, que sa muerto esta mañana.

—¡S’ habrá muerto de ladrón que era!

—No tengas mala lengua; cena y echa a correr, que allí te espero.

Urbano cenó y fue a la casa mortuoria y veló toda la noche al tío Jeribeques, que estaba vestido con hábito de franciscano.

—No sabía yo que s' había hecho fraile...

—¡Chis; no hables y rézale! ¡A rezar y a callar!

—Bueno, bueno.

Al día siguiente pasa mi buen Urbano por la calle mayor del pueblo y a través de una reja ve a un hombre de cuerpo presente vestido de dominico.

Varias mujeres lloraban en la puerta.

—¿Quién es el muerto? —preguntó Urbano.

—El que está en la caja.

—Muchas gracias.

Y siguió Urbano su camino.

Pasaron dos días y vinieron a avisar que si había algún hombre en casa de la tía Jacinta que hiciese el favor de ir a una casa de la plaza donde había un hombre moribundo sin familia.

—Anda, hijo, anda; Dios te lo pagará —dijo la abuela.

—Pero oiga usté, abuela, ¿pa eso me ha llamao usté? ¡Pues vaya un oficio que me dan á mi!

—Anda, hijo mío; ¿no ves que dicen que no tiene familia?

Urbano se metió en la faja un doblero y un pedazo de chorizo catalán y fue a la casa, donde una vecina le llevó al cuarto del «calabre». Por cierto que el «calabre» estaba vestido de agustino.

Urbano pasó la noche cumpliendo su piadoso deber, y a la mañana, cuando salió para volverse a casa, vio que traían cuatro hombres un cuerpo muerto en unas parihuelas.

—¡Estamos aviaos! —Iba diciendo Urbano. —No va a quedar un vecino vivo. Será cosa de beber doble vino, a ver si nos defendemos una miaja.

Llegaron los hombres con él y para descansar dejaron las parihuelas en el suelo.

El muerto iba descubierto y vestido como el primero que Urbano había visto al llegar al pueblo, con hábito de San Francisco.

—¿Otro?—pensó y sonrió a sus solas.

Y en llegando á casa dijo:

—¡Abuela!

—¡Hola! ¿Ya has velao al muerto?

—Si, siñora, y vengo muy contento.

—¿Por qué?

—Ahora mismo va usted a escribir a mi padre que me envíe mi ropa y too lo mío, porque en este pueblo me quedo yo pa siempre.

—¿Y por qué?

—¡Por qué ha e ser! Porque aquí no pué ocurrir nada malo. Este es el pueblo de más suerte que hay en el mundo. ¡Todos los frailes que tienen ustés se les mueren!
*
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