24/1/12

El guitarro baturro

PERLAS DE HEMEROTECA
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Dibujo: Cutanda


A Pepín Banzo, “el Rey del guitarro”

La Ilustración Artística iniciaba el año 1902 con una serie de artículos dedicados a instrumentos musicales característicos de cada región española, bajo el epígrafe de “Aires Nacionales”. El correspondiente a Aragón lo escribía el escritor y político Alfonso Pérez Nieva, ilustrado por Cutanda.
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El pueblo de músculos de bronce, cabeza de piedra y corazón de fuego, no podía tener otro canto que la jota aragonesa que sale disparada de la boca baturra en tono sobreagudo y entre un rasgueo rápido del guitarrillo. La región es esa: el hombre tozudo y bravo, el terruño duro y pedregoso, el fruto substancioso y áspero, la copla altiva, el instrumento músico, el guitarrillo, una caja de madera con cuatro cuerdas de un diapasón tan alto, que predominan siempre y se oyen desde una legua. El guitarrillo, pequeño y menudo, manda en toda la rondalla; es el amo, el que grita. Las demás guitarras de la comparsa hacen el bajo, son sus esclavas; él, nervioso y vibrante, busca la voz, la sigue, la acaricia y la acompaña con un arpegio fuerte e imperioso en que se adivina que hay un puñetazo para el que se desmande.


Una raza entera, toda una tradición se hallan simbolizadas en la copla aragonesa y en el guitarrillo baturro. Los almogábares gozan de vida perdurable. Perdieron la honda, pero les queda la copla, que es la piedra, y el guitarrillo, que es la interjección. Aquella noble fiereza histórica es la matriz que ha concebido el canto sobrio, preciso, breve, contundente, sin nada que difumine la idea robusta y varonil, y el instrumento incisivo, sencillo, imperioso y chillón que marca un ritmo cortado y enérgico. Por eso la copla y el guitarrillo se han hecho para la calle, para la plaza, para el aire libre, para la extensión por donde rueda el viento sin trabas, aplastando los pámpanos de las viñas. Nada de suspiros, de misterios, de languideces, de la melancolía de su pariente la andaluza; la copla de arriba, redonda y sólida como un melocotón, y el guitarrillo que la acompaña, no lloran nunca; si esconden el dolor, se lo callan y lo devoran en una exclamación altiva y en un acorde brusco.


No quiere esto decir que la copla aragonesa y el guitarrillo baturro no sepan lo que es ternura. ¡Ya lo creo que sienten! ¡Y bien hondo! Sólo que en vez de reflejar el desmayo y la resignación, vierten la ira y la sátira en el cantar epigramático y en el golpe violento sobre las cuerdas. Es la rebeldía natal y aborigen contra todo lo que signifique imposición. ¡Y gracias a que la Virgen no quiso ser francesa!


Nadie duerme en el pueblo, fuera de las bestias, cansadas de trillar hasta que cayó sobre las eras el crepúsculo ardoroso de junio. En la plaza parece de día, un día amarillo-rojizo, y sobre las casas vuelan penachos de chispas. Es la gran hoguera tradicional, en torno de la que giran cogidos de las manos hombres y mujeres, una loca rueda de sombras.


De pronto desemboca por la calleja la bulliciosa rondalla; se oye guitarreo, sobresaliendo un rasguear agudo y vibrante; los mozos se detienen ante la ventana, y allá va la copla llena de mieles y oliendo á dehesa, entre una explosión de arpegios del guitarrillo; que festejada la chica, se larga con sus golpeteos y sus jotas a otra parte, a continuar su serenata de la noche de San Juan.


Seguramente no ha existido campamento español en que no suene alguna vez el guitarrillo baturro, «rasgueando» jota tras jota, en esas horas de calma de todas las guerras en que el soldado deja de pensar en el enemigo para pensar en su pueblo. Ha sonado entre la nieve de las cumbres navarras en las dos campañas carlistas; ha sonado en las vegas tetuánicas, en los ribazos melilleños, en los manglares cubanos, en los esteros filipinos, antes del toque de lista o después del de retreta, y casi siempre vibrando sobre sus acordes una voz varonil y fresca, la voz de los veinte años que canta una copla sostenida por un coro de palmadas.


Ese guitarrillo del soldado marcha a campaña con la tropa sobre la mochila de su dueño o en el carro del batallón. Su primera etapa la hace en el compartimiento, en plena trepidación del tren; después sale a relucir en los descansos de las jornadas. Lo que en la paz era un instrumento cualquiera, en la guerra, con la inminencia del peligro siempre en acecho, adquiere el valor de un ser querido, es algo que de lejos viene a hablarle al soldado de cuanto le es propio, de su hogar, de su aldea, de su novia, de los suyos. Y no sólo habla a su poseedor, sino a todos sus paisanos en el cuerpo en que sirven. El coro de palmas y oles lo constituyen ellos. Cuando forman el corro ante la tienda de lona, se sueña allí con la almenara de la cocina. Todos los desfallecimientos de la ausencia se desvanecen en torno al guitarrillo del zaragozano o del ribereño de la segunda o de la cuarta compañía. El guitarrillo da valor para esperar, da fe en la victoria, da la fuerza necesaria para resistir las penalidades del servicio y de la guerra. El soldado llega a venerarle como a la enseña de la patria, concluye por mirarle con el respeto que a la bandera, y si el chiquio se queda tendido para siempre en un encuentro, el guitarrillo pasa a poder de cualquier otro paisano. Y entonces, cuando vuelve a sonar por primera vez junto a la hoguera del campamento, es la única en que el guitarrillo varonil gime, vibrando sus cuerdas con acentos de Dies ira entre los «¡pobre Fulano!» de los camaradas.


Ha llegado el momento terrible de emigrar, de abandonar aquella casa de la que les echa la miseria, los pedriscos y las sequías que destruyeron un año y otro la humilde cosecha, las garras de la usura que se llevaron los dos «pares» con que se labraba el prado, completando la ruina. ¿Qué hacer? El hambre pega ya con los nudillos en la puerta. No es gente de la costa, no es gente que conozca el mar y se lance a través del charco. Pero es un baturro con la voluntad de la raza, y ahí está la carretera blanca indicándole el camino. ¡Se irán a la ciudad, a Madrid, al infierno, él, la mujer y el chico, a cantar a coro jotas y ¡a tocar el guitarrillo por esos mundos!


La noche ha cubierto con su densa sombra el terrible cuadro de destrucción, uniendo la calma de la oscuridad al reposo de la muerte. Ha sido uno de los días de tregua del sitio, uno de los raros días en que desde aquellas casas medio desmoronadas por el cañón enemigo, con sus ventanas sin hojas como bocas iracundas vomitando maldiciones, no ha salido el fuego espantoso de fusil obligando a emprender la retirada á los soberbios regimientos de granaderos franceses. La puerta del Carmen, desmochada a metrallazos, destaca a lo lejos su vaga silueta. La quietud es absoluta. Sólo repercuten los pasos de las patrullas resonando en la desierta calle, sepultada en tinieblas. Y en el silencio del hogar, poco después de dar las once la campana de la Seo, se oye la media voz de un centinela estoico que inicia una jota. Lo que no se oye es el guitarrillo. ¡El guitarrillo lo habrá roto el héroe probablemente en la cabeza de algún franchute!".
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Alfonso Pérez Nieva

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