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Todos los años voy a Miramont de Guyenne, villa situada entre Marmande y Bergerac, en el departamento Lot-et-Garonne, de la región francesa del Sud Ouest. En los últimos años mi estancia se limitaba a pasar unos días enclaustrado en una de las típicas casas de la campiña francesa, con espacioso y hermoso jardín.
Años atrás, cuando competía en las carreras pedestres, recorría casi a diario varios kilómetros por los alrededores. El trote por el lago Saut du Loup era mi preferido. Es un fantástico espacio acondicionado para practicar diversos deportes, para el recreo y para veranear. Su privatización y la prohibición de los baños públicos en el propio lago acabó con parte de su encanto (según decían, se prohibieron los baños a causa de la contaminación de las aguas).
La referencia de otro de mis recorridos era le château d’eau (depósito de agua), atravesando caminos y por pequeñas carreteras que enlazan las casas diseminadas por la campiña. Ambos recorridos, más cortos, son habituales en los paseos familiares.
Animado por el buen tiempo de las navidades del 2011 he recorrido las calles de Miramont, acompañado, como no podía ser de otra manera, de mi inseparable y modesta cámara de fotos. El día anterior me había leído de una tirada el libro de Julien Green titulado Leviatán. El paseo era un buen motivo para despejar la cabeza.
Los afectuosos y efusivos saludos de los franceses nunca dejan de sorprenderme. Por doquier se puede ver a jóvenes y hombres estrechándose la mano, y cuando hay una mujer dándose los habituales cuatro besos.
Aunque parezco un japonés disparando con la cámara fotográfica, con frecuencia me lamento de no haber hecho las más interesantes, pero la mesura me impone a veces algunos límites. En la plaza del Hôtel de Ville dos personas mayores hablan cordialmente. Uno de ellos advierte mi presencia y cuando se despide de su contertulio, rápidamente, entabla conversación conmigo. Me empieza a hablar de las maravillas que puedo visitar en Miramont; yo no me entero de casi nada de lo que me dice, pero enmascarado con una sonrisa de oreja a oreja no dejo de repetir oui, oui… La amabilidad de los franceses, inspirada en una buena educación, no tiene límites. Supongo que el gentil hombre se daba cuenta de que no comprendía, pero no cesaba de hablar y hablar… Al final un cordial saludo nos situó por caminos opuestos.
Para macetas, las de Miramont. Me acordaba de las polémicas de hace algunos años en Zaragoza por los maceteros que puso la alcaldesa Rudi. Las macetas de Miramont hubieran dado mucho que hablar; seguro que en la capital aragonesa no hubieran dejado indiferente a nadie, especialmente a los “humoristas”.
En l’Hotel de Ville leemos las inscripciones LIBERTE,-EGALITE-FRATERNITE, acompañadas de la tricolor. Me gustan las palabras… y la tricolor.
La torre de la iglesia de Sante Marie punza el cielo. Resulta imposible fotografiarla entera. La iglesia se construyó en 1860 y fue restaurada en 1967. Junto a la puerta de la iglesia están les toilettes; lamentablemente, en España los WC públicos desaparecieron en muchos lugares. Luego encuentro otros en la Bd. Gambetta. ¡Cuánto se agradecen!
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Callejón del Vert Galant.- Nuestro buen rey Enrique, conocido por su caldo de gallina, y por su reputación de galán conquistador de damas, merece bien este callejón que hubiera podido albergar sus amores. Admirad una antigua casa restaurada. La parte baja de esta edificación servía de establo y la parte de arriba de habitación. Los habitantes tenían así un sistema de calefacción natural. El calor de los animales subía al piso superior.
De regreso, paso por la rue Martignac, advirtiendo las leyendas de la ruelle du Vert Galant y du Kroumir.
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Callejón del Kroumir.- Osidore Soussial, al regreso de una estancia forzada en Túnez, hacia 1848, inspirándose en el “kroumir” creó la polaina de badana en fina piel de ovino, que se lleva con los zuecos en el campo. Hacia 1880 su hijo Joseph industrializa el artículo. Esta fabricación, primero familiar y artesanal, se extendió. Numerosos almadreñeros o zapateros crearon más de una veintena de fábricas de zapatillas. A principios del siglo XX se estableció la industria moderna del calzado.
Precisamente el siguiente destino es visitar la zona industrial donde están ubicados los edificios de la antigua industria de los zapatos; allí acudo tratando de sortear la peligrosa carretera.
Saliendo del recinto urbano se termina la acera, aunque en uno de los laterales las casas se suceden una tras otra, con varios impasses, o pequeñas calles sin salida que dan acceso a varias viviendas. Al otro lado han surgido centros comerciales y la gasolinera, y, detrás, se extiende el hipódromo y un pequeño bosque que esconde el castillo o gran mansión de Grammont.
Para evitar la carretera decido tomar un pequeño camino asfaltado que se dirige a la gran mansión, rodeado de arbolado (avenue de Grammont), con la intención de seguir por detrás del hipódromo y llegar a las antiguas fábricas del calzado. A los pocos metros veo un cartel al que no presto mucha atención (Propiete privee / Ni pique-nique / Ni camping). Medio deslumbrado por el sol, retrocedo varios pasos y leo: Ni promenade. Eso va dirigido a mí.
Recuerdo que hace unos años paseaba con los niños por el camino del hipódromo y salía a esta avenida sin ningún impedimento. Parecía un lugar frecuentado y no me sonaba ninguna prohibición. No pretendo llegar a la mansión. Sigo caminando; a la izquierda un talud que demarca una especie de estadio, rodeado de grandes focos, centra mi atención. ¿Qué será? Una alambrada continúa paralela al camino impidiéndome satisfacer mi curiosidad (es un grass-track de motos).
A unos cien metros un claro del bosque me permite contemplar la torre de la iglesia y desenfundo la cámara de fotos. Viendo que la alambrada continúa paralela al camino, y previendo que el paso pueda estar cortado, decido dar media vuelta. En ese momento un coche toma el camino desde la carretera. Al llegar a mi altura se detiene. Es una chica joven y guapa. Me imagino que pueda ser la hija de los dueños del castillo. La joven, muy educada, me pregunta si no he leído el cartel del camino, y me recuerda que estoy en una propiedad privada. Como mi francés es poco fluido, entablamos una conversación de “besugos”. Le respondo que he hecho una foto muy bonita de la torre de la iglesia. Desde allí hay una magnífica vista de Miramont. Ella vuelve a preguntarme lo mismo una y otra vez ante mis respuestas absurdas. Seguramente pensaría que yo era portugués porque abundan los portugueses en la zona. No lo sé. Al final, con una sonrisa compartida, le pedí disculpas y seguí mi camino de vuelta.
Por la carretera, olvidándome de los coches, mientras me dirigía a la Zone Artisanale de la Brisse, pensaba en mi encuentro con la “hija de los dueños del castillo”. ¿Por qué no le había hablado en español, para sentirme más convincente, y por qué no le había pedido que me mostrase su castillo, apelando a la amabilidad de los franceses? Estaba convencido de que al oír el español se hubiera olvidado de su insistente pregunta.
Me acordaba de Leviatán y de la mansión de los Grosgeorge. ¡Qué bonita historia para que Julién Green hubiera iniciado su novela! Lamentablemente no hice ninguna foto a la chica y sería completamente incapaz de describirla, aún sin buscar el detalle y la perfección de Green. No recuerdo el color de su cabello, ni el de sus ojos, ni la ropa que vestía, ni la marca del coche utilitario. Sólo me queda su etérea sonrisa y que era guapa. Tampoco me la imaginaba con el carácter severo e impasible de Mme Grosgeorge. Bien pudiera ser algo vanidosa, pero la expresión de su rostro y la cadencia y sonoridad de sus educadas palabras, inquiriendo la respuesta deseada, me apartaba de esa idea. Escuchar a una mujer hablar en francés con amabilidad y dulzura subyuga sobremanera.
Todavía me parece pronto para volver a casa, así que decido alargar le promenade siguiendo el perímetro de Grammont. En realidad es la única carretera que puedo tomar. Ya ni siquiera intento acercarme al hipódromo. El camino de acceso está modificado y probablemente esté cortado. En todos los caminos se encuentran detalles para hacer fotos: los contenedores para el reciclado, las líneas de un sembrado, un árbol solitario, el nido del árbol, el bosque que oculta la mansión de Grammont… Por el Chemin Villanova del Battista me topo con el cartel del Aero Club Mirond’Ailes y la pista que utilizan los ultraligeros; al otro lado varios caballos interrumpen sus juegos amorosos a mi paso. Viejas construcciones resisten junto a nuevas y confortables viviendas; son testigos de otra época. Y un nuevo acceso a Grammnot con la gran mansión entre los árboles.
Atardece. Es hora de regresar.
En el hipódromo utilizan nuevos sistemas de entrenamiento, quizá preparando a los cuadrúpedos para diferentes pruebas. Ahora corren atados de un coche a una considerable velocidad. Este tipo de entrenamiento pierde el encanto romántico de las carreras de caballos.
Estamos en los últimos días del año pero parece primavera. Nuevo día. Apetece otro paseo.
No recordaba haber visitado ningún cementerio francés, pero la imagen de pequeños recuerdos que se acumular sobre las tumbas me resulta curiosa. Decido seguir el camino hasta cerrar el contorno de la gran mansión. Estaba obsesionado con fotografiar el cartel que anunciaba GRAMMONT y tengo que llegar al Chemin Villanova del Battista. Descubro que Villanova del Battista es una población italiana hermanada con Miramont. Me apetece recordar que la cercana Marmande está hermanada con Ejea de los Caballeros.
Retrocedo sobre mis pasos. Guiado por la puntiaguda torre de la iglesia, vuelvo a la Bastide por otro acceso. Un grupo de hombres mayores jugando a la petanca me dejan claro el camino que debo tomar. Los juegos y las personas mayores tienen poderes que me atraen. Pido permiso para hacer varias fotos. Ellos se sienten protagonistas y piensan que son para la prensa. Les observo. Se sienten felices. La felicidad se alcanza muchas veces con detalles que parecen insignificantes.
Por la avenida de París llego otra vez a la Bastide. Sigo recto, tras cruzar entre la Bd Jules Ferry y Bd Aristide Briand, para entrar por la rue Philippeaux. La ruelle des Templiers capta mi atención, con la torre de la iglesia que se deja ver entre antiguas edificaciones.
La Office de Tourisme sigue cerrada, como el día anterior. Bordeo l’Hôtel de Ville para atavesar la Bastide siguiendo la rue du Temple.
En la Place de la Repúblique dudo si llegar hasta le lac du Saut du Loup, pero ya es demasiado tarde (echaré mano de alguna foto de archivo).
Sigo por la avenida Soussial hasta llegar al cruce con la de Marcel Cerdan. Esta vía me trae recuerdos. Era camino de paso en mis entrenamientos hasta el lago. La cuesta situada a la altura de los campos de rugby ahora me parece más suave que cuando regresaba corriendo del lago.
Por el camino, mientras observo a los caballos y aprecio los cambios que se van produciendo con nuevas edificaciones que se levantan, intento adivinar a lo lejos le château de l’eau, pero los árboles me lo impiden ver.
En Pâques volveré. ¿Podré visitar la gran mansión?
Promenade à Miramont de Guyenne
Fotos: Celedonio García
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