22/1/10

Santiago Lapuente y la “meca de la jota” (Fuentes de Ebro)

PERLAS DE HEMEROTECA
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Santiago Lapuente, propagandista de la jota. Foto: Aguado, publicada en la revista Actualidades en 1901
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En 1901 la revista Actualidades publicaba un artículo sobre Zaragoza que decía: “Hablar de Zaragoza y olvidarse de la jota sería un pecado imperdonable. Por tanto, creemos imprescindible complete esta plana el retrato de D. Santiago Lapuente, el popular propagandista de ese canto típico que lleva en si las noblezas de una raza y el carácter heroico de un pueblo.

La fama de Santiago Lapuente, personaje muy popular en Zaragoza y por todo Aragón, también se había extendido desde hacía unos años por la Villa y Corte. La prensa de la capital de España había resaltado en sus páginas los “ecos y resonancias de la bendita tierra aragonesa” en cada una de las actuaciones de Santiago Lapuente en los Madriles. Así lo señalaba el diario La Época.

En una crónica publicada en el diario La Época, en 1897, no ahorraba prendas a la hora de dar a conocer a sus lectores quién era ese aragonés:

“La historia de Lapuente, del monstruo de la jota —como suele llamarle el maestro Caballero— está contada en dos palabras.

Nacido en Fuentes de Ebro, de una antigua familia muy conocida y apreciada en el Bajo Aragón, mostró ya desde sus primeros años afición decidida por la música popular, afición que ha venido a constituir después la pasión de su vida.

En el pueblo de su nacimiento —llamado la Meca de la Jota por Montestruc, el distinguido periodista aragonés que murió no hace mucho—recogió Santiaguico las gracias y habilidades de los más puros jotistas de Aragón.

Y tan aprovechado salió el chico, que cuando aún no tenía doce años ya ni sus mismos maestros se atrevían a competir con él, rasgueando una guitarra o cantando estilos.

Fue por entonces cuando el padre de Lapuente perdiera su fortuna, no escasa.

Malvendido su patrimonio, trasladóse la familia a Zaragoza, donde el padre de Santiago murió a poco, más que de enfermedad, de pesadumbre.

Cada uno de los chicos tuvo entonces que campar por sus respetos, y tocóle a Santiago dedicarse bien joven al comercio de trigos.

Y en esta ocupación, en la que consumió Lapuente los seis mejores años de su existencia, fue en la que tomaron mayor vuelo y empuje las aficiones musicales del muchacho.

Obligado por ella a corretear de continuo casi todas las villas, pueblos y comarcas del Alto y Bajo Aragón, tuvo ocasión de oír y de recoger todas las variaciones y estilos de la jota, de ese nuestro himno nacional, como solía llamarlo D. Antonio Cánovas del Castillo.

Temperamento artístico y popular por excelencia, y dotado de una memoria y de una facultad de asimilación verdaderamente prodigiosas, fue Santiago Lapuente en aquellas excursiones músico-comerciales, ambulante fonógrafo en que se impresionaban los más varios estilos y cadencias de la copla popular.

De este modo y por esta reunión de circunstancias, llegó a convertirse Santiago en un viviente archivo, en un catálogo de jotas, como con nombre exacto y apropiado le bautizara al oírle el insigne Chapí.

De este modo, y en tales excursiones, fue recopilando Lapuente la inmensa variedad de jotas que forman hoy su repertorio, y que recogiera al descuido —como nos explicara en su conferencia de anteanoche— de aquellos maestros de alpargata, que se llamaron o se llaman el tío Rufino, el tío Lerín, Baldomero Delmás, el Royo del Rabal, Algora (el Maño), el grabador de Zaragoza y el alguacil de Cariñena...

De este modo formó su colección de estilos, entre los que hay femateros, aragoneses puros, aragoneses libres, zaragozanos netos y adornados, fieras, oliveras, navarras, de Aben-Jot, del ¡ay!, tonas y batebancos.
De este modo, por último, llegó a ser conocido en Zaragoza como el mejor y el más acabado jotista de la tierra del Ebro.

Faltábale sin embargo algo así como una confirmación o consagración solemne y pública de aquella fama, que le sirviera de título y diploma para darse a conocer fuera de la región aragonesa.

Su trato y amistad con dos insignes artistas españoles, Tomás Bretón y María Guerrero, sirviéronle de ayuda para aquel paso decisivo.

Cuando el maestro Bretón, con la Sociedad de Conciertos de Madrid, fue a dirigir algunos en Zaragoza, en la primavera de 1893, César Lapuente, empresario del Teatro Principal, le presentó a su hermano Santiago.

Ya en la mente del gran músico salmantino empezaba a germinar la idea de poner en solfa el drama La Dolores, estrenado hacía poco en Madrid con aplauso grandísimo.

El conocimiento y trato con Lapuente, rapsodia viva de los aires más populares de Aragón, venía, pues, a ser para el autor de Los amantes inestimable hallazgo.

¡Las jotas que en aquellos cortos días oyó Bretón en labios de Lapuente!

En una de aquellas íntimas sesiones musicales —consagradas a la jota de un modo exclusivo, y en las que tomaban parte, a la vez de Santiago, Sola (el bandurrista de Bárboles), Monforte (otro artista ya muerto) y los dos bandurristas de Gallur, que, llamados exprofeso por Bretón, hicieron un viaje a Zaragoza— exclamó entusiasmado D. Tomás:

—Ya sabía yo que la jota era el mejor de los cantos populares del mundo; lo que nunca sospeché, sin embargo, es que con sólo cuatro notas, con sota, caballo y rey, como si dijéramos, pudiera fabricarse tal mundo de armonías y de sentimientos...

Tan impresionado quedó Bretón de aquellas reuniones musicales, que prometió a Lapuente volver a visitadle en Fuentes de Ebro, y beber así en su propio y más puro manantial las inspiraciones de la obra que soñaba.

Y el maestro cumplió su palabra.

El año siguiente, acompañados de Ricardo de la Vega, y de regreso de Zaragoza, a donde fueran a estrenar La verbena de la Paloma, paró, si bien muy poco tiempo, en la Meca de la Jota, y allí oyendo cantar a Asunción Delmás, discípula de Santiago, lloró Bretón.

Y aquella jota que conmovió al maestro cuando la oyó cantar en la estación de Fuentes de Ebro, la jota fiera, la clásica, la de Aben-Jot, en una palabra, es la que le inspiró la jota más pura de La Dolores, no la de la copla de Melchor que sirve de argumento y base a todo el drama, sino la que, al pasar, canta el arriero, y que es la verdadera jota aragonesa.

Si de la amistad que trabaron Lapuente y Bretón sacó provecho el último, no lo sacó menos el primero.

Achaque es de nuestro carácter español, que el extranjero unas veces, el forastero otras, hayan de ser siempre los que nos descubran.

El nombre de Santiago Lapuente, aunque conocido ya en Zaragoza y en todo Aragón, no había adquirido, sin embargo, la gloria oficial —digámoslo así—, que merecía. Ni había hecho sonar a la trompeta de la fama ni gemir a las prensas.

Los justísimos elogios que le prodigara Bretón fueron la revelación de Lapuente.

Los periódicos locales empezaron a ocuparse de él y de su compañero, el de Bárboles, y con ayuda de unos y otros consiguióse que en el certamen del Pilar de aquel año se intercalase un nuevo concurso de parejas.

Del éxito grandísimo que en aquel certamen obtuvieron y del premio que se les adjudicó por verdadera aclamación, data la mayor popularidad de Lapuente y de Sola.

Del viaje de ambos a Madrid en la primavera de 1894, para tomar parte en la función de beneficio de María Guerrero, poco hemos de decir que no conozca todo el mundo.

Debióse aquel viaje, como antes apuntamos, al nobilísimo deseo de rendir a la eminente actriz un tributo de amistad y de reconocimiento.

El año anterior, y en Huesca por más señas, fue María Guerrero discípula entusiasta de Lapuente, que la enseñó a cantar la jota con la gracia y con el estilo que Madrid entero ha aplaudido en más de una ocasión.

Y por cierto que cuenta Santiago, como muestra del maravilloso instinto artístico de María, que al oírle ésta a la guitarra la colección inacabable de sus jotas, dijo al llegar a la más pura, a la más sentimental, a la más fiera:

—Esta, Santiago, la pondremos aparte. Tiene toda la poesía y todo el sentimiento del verdadero cante jondo. La llamaremos la honda; sí usted quiere.

Y honda llama desde entonces Lapuente a aquella jota, a la que nosotros pudiéramos llamar la jota de María Guerrero.

Del éxito que en aquella ocasión alcanzaron en Madrid los dos concertistas baturros, lo mismo al ser oídos en Palacio por la Familia Real, que en la función de la Comedia, en la fiesta de la jota, en las casas de Cánovas, de Morphi, de la Vinaza, y, en fin, en el café de Londres, en aquella peña de que formaban parte, entre otros. Octavio Picón, Vital Aza, Chapí, Manrique de Lara, Rancés, el pobre Estremera y Miguel Ramos Garrión, el cual, interrumpiendo sus costumbres de toda la vida, acostóse aquella noche después de las cuatro de la madrugada, y eso porque Sola y Lapuente, rendidos ya, no pudieron aceptar su proposición de seguir el concierto hasta el almuerzo, de todo eso ¿qué ha de decir?

Aunque algo olvidadizos los madrileños, ¿no hemos de recordar lo que ha pasado hace tres años?

De vuelta ya en sus casas han seguido este tiempo los dos artistas su vida tranquila y ordinaria de siempre, ambos ocupados en sus destinos en las secretarías municipales do Bárboles y Zaragoza.

Para asuntos particulares, sobre todo, vuelve hoy a los Madriles Santiago Lapuente.

Pero no ha venido de vacío.

Además de su inseparable guitarra, trae consigo al baturrico José Moreno, al salado chiquillo a quien tanto se aplaudió la otra noche en la velada de la Prensa.

Prohijado por Santiago, que le encontró hace un año en un teatrucho de Zaragoza, y prendando a aquél con su gracia, con su estilo y con sus facultades, es José Moreno el mañico que en el certamen del Pilar del año último ganóse el primer premio por su manera de cantar la jota; es el que alborotó a los zaragozanos la noche de la serenata a Polavieja; es en la ciudad de la Pilaria el niño mimado por grandes y pequeños.

Los preciosos trajes que luce páganselos la marquesa de Ayerbe, la Sra. de Vinyals y la baronesa de la Torre.

¡Y que el chico no tiene gracia para anudarse el pañuelo a la cabeza!...

Hállase hoy el baturrico de Andorra (provincia de Teruel) —que allí ha nacido— en esa edad en que la voz se cambia para formar el timbre de tenor, de bajo, de barítono...

¿Llegará con el tiempo a ser otro Gayarre?

¡Quién sabe!

Instinto musical, afición y pulmones le sobran. Y travesura no le falta.

Más agudo quo el hambre, como nos decía su padrino, es a Lapuente a la única persona a quien obedece y a quien respeta.

¿Logrará este con sus desvelos hacer de Moreno un gran cantante?

¿O se quedará el chico de modesto ebanista, oficio que le enseñan al mismo tiempo que el solfeo?

Para bien del arte, quizás no del muchacho, celebraremos que se realice lo primero".

RAFAEL COELLO
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